Mi amiga I. me escribe un mensaje que no espero. Es domingo a las ocho de la noche, un montón de cosas pasaron durante el fin de semana y un montón de otras no. Estoy observando el balance con cierta frialdad, ubicando las fantasías donde corresponde.
Me dice que tiene que cambiar su nombre de clown –técnica teatral que practica hace algunos años– porque el suyo ya no la representa. Me da una consigna: que si en los próximos días encuentro una palabra que me gusta, la anote.
El desafío me parece increíble. Le hago un par de preguntas de rigor, sé muy poco del universo clown: cuál es su nombre actual y por qué ya no lo siente propio, si las palabras tienen que ser alegres, cómo se llaman sus compañeros —se llaman jengibre, anécdota, Zona Sur—.
Me da más ejemplos. Hay algunas ideas iniciales:
• soneto
• certidumbre
• infusión
• souvenir
En los próximos días, ya no seré solo alguien que manda mails, va al supermercado, entrena, manda mensajes con un nudo en la panza o cena con amigos. I. me regaló una misión: soy alguien en busca de una palabra. Ya no miro las cosas por lo que son: bolsa, nube, taxi, arroz; las miro desde un prisma de posibilidad, porque ahora cualquier objeto podría nombrar a mi amiga, otorgarle unas cualidades determinadas. Ya lo sabemos, no es lo mismo llamarse cloaca que algodón.
Desde la última vez que te escribí pasaron tantas cosas que estoy mareada: cumplí años, lo festejé y –atención– esta vez no lloré, hay un nuevo Papa y saluda en español, llovió en Buenos Aires y los árboles ya están oficialmente amarillos, marrones y rojizos, apareció un murciélago en la casa de mi madre y hubo drama en el chat familiar, hice algo por primera vez que ya te contaré, recibí un mensaje que me gustó y me dio tristeza a la vez.
Como ya nos conocemos un poco no puedo mentirte, estas semanas el trabajo sigue ocupando más lugar del que me gustaría como una enredadera agresiva y fértil que repta por una pared que ya ha entregado todo su territorio. Este espacio semanal es para mí una prioridad y decidí, después de varios tropiezos, empezar a priorizarlo más —todavía más—.
Esta semana me llamaron luCía 24 veces –no corregí ninguna– y cuando me cantaron el feliz cumpleaños temí, porque siempre pienso que los demás dudan de mi nombre hasta último momento –aunque se trate de amigos de toda la vida–. Hace ocho años, cuando todavía trabajaba en una oficina y pasaba los días con mis compañeros –que ya son amigos– nos reíamos de una chica que mencionaba el nombre de su novio como si repitiese un mantra o cobrase por hacerlo.
Desde temprano a la mañana, con la excusa de una anécdota o totalmente fuera de contexto, aparecía “Joaquín”, estoico, en el medio de una oración compuesta, seguido de un adjetivo cursi, citado como si fuese un filósofo sabio, en formato “Joaco” o como concepto de algo que todos entendíamos –”muy Joaco eso”—.
Me reí muchísimas veces de mi compañera y ella también se reía —cuánto extraño esa oficina, esa época—. No sabía en ese entonces que tiempo después sufriría yo una enfermedad parecida –un poco más leve, o más disimulada–, esa fascinación por nombrar a quien se ama, el placer de escuchar las letras concatenadas formando el sonido, de invocarlo en todos lados, como un vicio portable y satisfactorio, como la primera calada a un cigarrillo prohibido.
Pero claro, nunca estamos solas y sobre algo parecido escribió la española Gloria Fuentes (completo acá):
Cuando te nombran,
me roban un poquito de tu nombre;
parece mentira,
que media docena de letras digan tanto.Mi locura sería deshacer las murallas con tu nombre,
iría pintando todas las paredes,
no quedaría un pozo
sin que yo asomara
para decir tu nombre,
ni montaña de piedra(...)
Mi locura sería olvidarme de todo,
de las 22 letras restantes, de los números,de los libros leídos, de los versos creados.
Saludar con tu nombre.
Pedir pan con tu nombre.
– siempre dice lo mismo- dirían a mi paso, y yo, tan orgullosa, tan feliz, tan campante.Y me iré al otro mundo con tu nombre en la boca,
a todas las preguntas responderé tu nombre
– los jueces y los santos no van a entender nada-
Dios me condenaría a decirlo sin parar para siempre.
Hasta el próximo jueves y ojalá encontrar la palabra para I. 🔥
PD: ¿Ideas?
Entiendo a la perfección el problema del nombre. Cuando era adolescente era una férrea luchadora, ahora me río y lo aclaro previamente: no es Francisca, eh. Hagamos un sindicato de nombres poco comunes o mal pronunciados urgente. Te empiezo a seguir, tocaste una fibra muy íntima 😂
Propuesta: Y punto.
(Del I. de tu texto 😉)